miércoles, 20 de octubre de 2010

Una de aventuras...

Hace unas semanas una amiga mía vino a visitarnos. Estuvimos viendo algunos sitios con “encanto” de la ciudad, tomando fotos, hablando… el tipo de cosas que hacen los amigos.
 Uno de esos días, decidí que sería buena idea ir a un parque natural que hay a las afueras, con unas vistas magníficas. Además, hay un lago muy bonito con patos y algunos domingos vamos con la niña a darles pan. Así que, cuando recogimos a la peque en el colegio, arrancamos en mi Ibiza hacia allá. Tengo que decir que mi Ibiza tiene ya unos cuantos años y kilómetros y ya me ha dado algún que otro sustillo, pero me encanta. Es pequeñito, práctico para la ciudad y cómodo. Sólo había ido a ese parque unas cuantas veces, siempre con mi marido y siempre conduciendo él, y como yo no me fijo en nada cuando voy de copiloto, nos perdimos. Dimos vueltas y más vueltas, pasamos por los mismos cruces una y otra vez. Desembocamos en un pueblo bastante alejado del parque, volvimos a internarnos en el monte y, de repente, la civilización desapareció. No había una triste casa a varios kilómetros a la redonda.
A mí no me estresa particularmente perderme. Soy muy tranquila en ese aspecto y sé que siempre llegaré a algún sitio, o encontraré a alguien a quién preguntar, o, en última instancia, podría llamar por el móvil. Sin embargo, creo que mi amiga Carmo estaba empezando a preocuparse. Con tanto ajetreo y tanta vuelta sin sentido, me entraron las ganas de hacer pis, y como no sabía el tiempo que tardaríamos en salir de allí, eché el coche a un lado de la carretera y me puse a lo mío esperando que no fuese temporada de caza y confundiesen mi trasero con algún animal. Mi amiga, mientras tanto, se reía y sacaba algunas fotos que, por fortuna, tuvo a bien borrar después. Luego de subir al coche y empezar a dar vueltas de nuevo, llegamos a un cruce de esos que ya habíamos pasado mil y una veces y, de pronto, se hizo la luz. Habíamos llegado al fin.
Cuando me dispongo a dar la vuelta para coger el cruce, meto primera y siento totalmente holgada la palanca de cambios. No entraba ninguna marcha. Estaba en un cruce, en medio de la nada, con un coche moribundo. Al final descubro que la marcha atrás sí entra, aunque al soltar el embrague vaya hacia delante, pero como no estaba el asunto para ser tan tiquismiquis, así subimos al parque, con la marcha atrás puesta. El día está mejorando por momentos, no hay duda. Después de aparcar el coche, no sé a quién llamar ni qué hacer. Hay huelga general, así que los talleres están cerrados y aunque llame a la grúa para que recoja el coche, ¿a dónde lo puede llevar? Para más inri, en el bolso no tengo más que algunos euros sueltos porque tengo la fea costumbre de tirar de tarjeta para todo. Llamo a mi marido y me dice que deje el coche allí, que llamemos a un taxi y que ya irá él a buscarlo. Sin embargo, decido llamar a una amiga.
 Mientras esperamos, la niña empieza a darle de comer a los patos. Era un miércoles, si mal no recuerdo, así que los pobres llevarían sin comer desde el domingo. Le gente, verdaderamente, es un poco inconsciente. Los fines de semana llegamos y empachamos a los pobres animales hasta reventar… y luego nadie se acuerda de ellos en toda la semana. Como consecuencia, digamos que los animalitos estaban un tanto agresivos. Nos acorralaron. Cuanto más nos echábamos hacia atrás, más se envalentonaban los bichos. Creo que ésa fue la primera vez en mi vida que tuve verdadero miedo a un pato. Venían como locos, nos picoteaban los zapatos y mordisqueaban la bolsa de plástico en la que llevábamos el pan. No nos llegaban las manos para echarles el pan a la velocidad que traían ellos. Llegado ese punto, temí realmente por la integridad de mi hija, así que solté al aire la bolsa del pan, cogí a la niña en brazos y corrí como alma que lleva el diablo.

He aprendido varias cosas de aquella aventura. Para empezar, la próxima vez que quiera ir a algún sitio al que no sé llegar, iré en el coche de mi marido, que tiene GPS.  Por cierto, mi amiga, la que nos “rescató”, llegó en poco más de diez minutos sin perderse, a pesar de ser la primera vez que iba allí. Eso demuestra que además de despistada soy un poco gilipollas.
Mi Ibiza ha sido milagrosamente resucitado gracias a la maña del mecánico que vive conmigo, pero lo cierto es que lo nuestro ya no es lo mismo, no creo que pueda volver a confiar en él como antes, así que ahí está, descansando en el garaje en sus merecidas, aunque mal reclamadas vacaciones.
 Si vuelvo entre semana a dar de comer a los patos, tendrá que ser un lunes, o bien ir debidamente preparada y protegida, y a poder ser, con algún “arma” que mantenga a los peligrosos animales a una cierta distancia.
Por último, aunque la visita no fue exactamente como la habíamos planeado, lo cierto es que nos reímos mucho y lo pasamos bien a pesar de los incidentes, de modo que la moraleja de todo esto sería algo así como “Échale tu mejor sonrisa al mundo, aunque el mundo se empeñe en tocarte los…”.
Como dicen en American History X, siempre viene bien terminar un trabajo con una cita porque siempre hay alguien que lo ha hecho mejor que tú y, si no puedes superarlo, róbaselo y aprovéchate. Yo me voy a aprovechar de la fantástica pluma de Paulo Coelho:
Dios creó el desierto para que el hombre pudiera sonreir al ver las palmeras.

martes, 19 de octubre de 2010

Flechazo...

Con este buen tiempo que aún nos acompaña, no es de extrañar que una salga de casa con tan buen humor. Y para mejorarlo notablemente, cada mañana saludo con la mejor sonrisa a mi recién descubierto amor platónico. Parecerá una locura, pero desde que lo he descubierto, me arreglo cada mañana como si se fuese a fijar en mí… a veces incluso me parece que me sigue con la mirada.

Hace algunas semanas lo vi por primera vez, imponente, misterioso y perfecto. Era el hombre ideal, sin duda. Lamentablemente, como todas sabemos, el hombre perfecto (me refiero al hombre “perfecto” de verdad) no existe. Yo me había “enamorado” de una imagen y del misterio que lo rodeaba, literalmente hablando: de una foto gigante que preside el estadio de mi ciudad desde hace algún tiempo.

Una tarde al llegar a casa decidí buscar información sobre él. Supongo que en el fondo, aunque fuese consciente de lo platónico de mi fascinación, tenía la esperanza de llegar a toparme alguna vez con él por las concurridas calles de esta ciudad y disfrutar en vivo y en directo de su perfección. Así que podrán ustedes imaginar la decepción que me llevé cuando descubrí que el buen hombre había fallecido y, ni más ni menos, que a los 80 años de edad.

Definitivamente, lo mío es muy grave. Claro que, si lo pienso bien, tenía que haberme dado cuenta antes.  Por un lado, la mayoría de mis “amores platónicos” son justamente fieles a su nombre y total e irremediablemente imposibles. Por otro lado, de haber visto a aquel hombre en cualquier parte (rondando el estadio, en los periódicos, en la televisión…), lo habría recordado sin lugar a dudas. En fin… chafada en mis ilusos sueños adolescentes tardíos, sigo saludándolo con mi mejor sonrisa, consciente de lo inocente del flechazo.

Me pregunto qué habría ocurrido si hubiese nacido unos setenta años antes o él unos setenta después... Seguramente para el caso habría sido lo mismo, como mucho me lo habría cruzado por la calle, se me habrían subido los colores hasta las pestañas y no me habría atrevido ni a mirarlo de reojo... Al menos de esta forma, cabe la duda de lo que podría haber sido y no fue… Al fin y al cabo, la vida es sueño y los sueños, sueños son.

Menos mal que mi pareja me comprende y ha llegado a reírse de mis idas y venidas mentales. De otro modo, me sentiría poco menos que una traidora por mis enamoramientos fugaces y soñadores, aunque éstos duren, ciertamente, lo mismo que mis intenciones para hacer dieta o para dejar de fumar...